miércoles

El verso sobre vinos

EL VERSO SOBRE VINOS

Entre snobs, chantas y profesores ciruela, muchas cuestiones que tienen que ver con el vino se han vuelto bastante patéticas. La primera nota de la serie con mucho de humor.
No sé si por suerte o por desgracia, para bien y/o para mal, el vino se puso fashion. O cool, si les gusta más (vaya a saberse si es exactamente lo mismo, o si una palabreja ya fue y la otra sigue vigente, que se yo…) y como todas las cosas de esas categorías tiene encima un tupido chamuyo, cuyo aparentemente único fin es que sólo unos pocos puedan separar la paja del trigo y que el resto de la gilada no sepa distinguir el aserrín del pan rallado, limitándose a consumir lo que se les diga si quieren ser gente como uno. Tal vez esto sea un poco paranoico de mi parte, pero les aclaro que yo no lo soy… que todo el mundo me persiga no me convierte en paranoico… creo.
El verso al descubierto
La cuestión es que el novi se puso finoli, y si bien siguen existiendo las berretadas de toda la vida, se ven cada vez más unos brebajes que se venden como si fuera pis de los dioses olímpicos, al menos. Hay varias monas vestidas de seda, desde ya, pero es cierto que la industria se ganó ese nombre y las inversiones fueron enormes. Un gran laburo. Lo que cuesta distinguir es si toda esa guita fue a hacer mejores vinos o mejor marketing. No queda claro, pero hay mucho de eso último, porque si uno ve las publicidades, le agarra el síndrome del piojo resucitado, quiere comprarse una botella de eso que ve en la tele o en alguna revista copetuda, y (después de mandársela al buche) salir a comerse el mundo, sintiéndose más sofisticado que el Príncipe de Mónaco.
Hoy por hoy, para estar en la cosa y no ser uno más del montón, hay que saber de vinos, juntar botellas (o “etiquetas”, como les dicen) que mayormente no son para escabiar sino para mostrarselas a los amigos, armándose una “cava” (cuanto más grande mejor, aunque tengas que ocupar la habitación de los pibes) y tenerlo como tema de conversación recurrente. Para esto último es indispensable mechar términos como “Terroir”, “cepaje”, “oxidación”, “taninos”, y otros tantos que nadie suele usar en su vida cotidiana, salvo que labure de enólogo, que sea un periodista especializado… o que esté sanateando sobre vinos con amigos que (con mucha suerte) lo mirarán a uno con los ojos como platos soperos, deslumbrados por la fina cultura que adquirió, siendo que hasta ayer nomás se juntaba con los vecinos a jugar al chinchón y tomar mate con cascarita de naranja y biscochitos de grasa a la hora de la fresca.
Como no podía ser de otra manera, los medios reflejan todo eso en abundancia (si es que no lo empezaron ellos, directamente), y en el cable (pero no unicamente ahí) encontrás unas careteadas primorosas que se arman para hablar de vinos como si estos fueran la pócima mágica de Asterix. Los conductores le ponen mucha onda, hay que reconocerlo, pero llega un momento en que el asunto se deshilacha, porque nunca es tanto lo que se puede decir de un vino. Calculemos: un par de minutos para contar con qué uva está hecho; otros dos o tres para hablar de la bodega y su ubicación, su terreno, y si querés te agrego alguno más para que cuentes un poco de su historia y chivear otros vinardos que tengan. Un minuto más te sobra para aconsejar a qué temperatura conviene tomarlo, y para decir con qué morfi va mejor. Cambio y fuera. Después, o pasas a otro o te sobran tres cuartos de programa. Generalmente, se hace lo primero, y esos programejos se convierten en “chivoductos” de varias bodegas, y uno no termina de entender muy bien si el Pinot Noir que le quisieron vender se va a entender con los ravioles al pesto que los domingos le cocina la patrona, o si el Viognier  que tiene una etiqueta como de Marta Minujín no te va a patear el páncreas si te lo mandás con un salame tandilero o un mondongo a la española. Se te hace confuso.
Justamente, no hay que olvidar nunca que para hablar de combinaciones de vinos y comidas, se usa indispensablemente y bajo pena de excomunión en caso de omitirla, el término “maridaje”, horrenda palabreja que si no la mencionás es porque sos un triste payaso que no califica ni para tilingo…para tilingos de verdad ya están ellos, los que sí la usan a cada rato.
En esta amable alocución no se pueden omitir los encuentros de cata o presentaciones de vinos que se hacen por ahí, y las crónicas casi psicodélicas que originan. Los de cata me gustan: se ven largas mesas llenas de fulanos y fulanas que huelen una copa, se mandan un sorbo de vino, ponen cara de hacer entendido la teoría de la relatividad explicada en guaraní, hacen buches y de inmediato escupen lo que habían tomado en unos baldecitos que tienen al costado, para anotar algo en una planilla que les ponen del otro lado. No me digan que no es bastante surrealista; es que cuando uno se imagina una reunión tan grande con gente afín y tanto vino, no pude dejar de pensar que todos se empedan, se ponen a bailar y a cantar canciones que sepamos todos, nacen romances y ya de madrugada les pega la curda filosófica y comienzan a descular los grandes interrogantes que afligen a la humanidad. Eso sería lo lógico. Pero no…escupen el novi y siguen tan caretas como siempre. ¡Mirá todo lo que se pierden! ¡Qué manera de desperdiciar el buen escabio que les dan gratis!

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